En época de Herodes el Grande, tetrarca de Palestina parecería
que Dios se acordase de su pueblo israelita, asido a la inmensa llanura entre el
Éufrates y el Nilo, aquella Media Luna Fértil, que a pesar de los romanos, continuaba como una sola alrededor
de su Templo, resistente a las idolatrías. El último de los mendigos se
creía más ilustrado que los sabios paganos. No todos sus hijos estaban
circuncidados en el corazón, como expresaba el profeta Jeremías.
Dos ancianos, Zacarías sacerdote del Templo
y su esposa Isabel, por su fidelidad eran amados por Dios aunque no tenían
hijos, característica de oprobio en esa raza que esperaba al Mesías.
Era la estación de las lluvias y de los
vientos por sobre los sicomoros del valle, los montes de Moab parecían robarle al firmamento grumos
brumosos de fina lluvia.
Entrada la noche, Zacarías debía ofrecer el
incienso en el altar de los perfumes, era ocasión especial pues entre 20.000
sacerdotes de las veinticuatro clases de religiosas, sólo podían hacerlo por
suerte, una vez en la vida. Al sonar el Magefáh o el Sophar a la vez los
cincuenta sacerdotes elegidos corrían a sus sitios correspondientes.
El pueblo entero estaba postrado en el atrio
frente al enorme altar de los holocaustos donde las víctimas se consumían muy
rápido. Entre este gentío observábanse: rostros de roca caliza, rojos labios granados,
sienes ambarinas, caras de ancianos doctores de ojos acortados y duros como los
del jaguar, también figuras apacibles y sumisas como Isabel o las virgencitas
de los apartados caseríos perdidos en la montaña y algunos pescadores del lago o
artesanos silenciosos.
Todo un pueblo con sus siglos de pecados y
de virtudes e incoherencias contrastante con sus secretos santos.
Zacarías había penetrado al Santuario o Santo Santorum por
la puerta de oro después de haber caminado los quince pasos de las escalinatas, lucía revestido de la túnica de lino, cuyos pliegues recogidos por una faja
abigarrada, cubría su cabeza, con sus pies descalzos. A su alrededor contempló
los panes de la proposición, el candelabro de los siete brazos de oro
(menorah). Dejó un ayudante para retirar las brasas recogidas de sobre la mesa
de los sacrificios y le vio caminar hacia atrás después de adorar. Recibió el incienso de otro
ayudante, que también se retiró, luego a una señal recibida desde afuera y temblando
de respeto, tiró lentamente los granos de incienso sobre los tizones que ponían rutilante la mesa de oro.
Doblada su espalda ya para adorar antes de
salir en medio del aire perfumado por el chisporroteo del brasero, como si el
alma del pueblo acabara de conmover a
Dios y serle de su agrado, un Ángel se presentó de repente. El anciano Zacarías
tembló de pies a cabeza crispando sus nudosos dedos.
El mensajero celestial (mal`ak) le dijo “No temas Zacarías; tu oración ha sido
escuchada. Tu esposa Isabel tendrá un hijo y tú le llamarás Juan.
Experimentarás alegría y gozo y muchos
se regocijarán en su venida; pies será
grande delante del Señor. No beberá bebidas espiritosas y será lleno de Espíritu
Santo antes ya de nacer”
Convertirá a muchos de los hijos de Israel. Precederá delante del Señor con el espíritu y la fortaleza de Elías, para retornar los corazones de los
padres a los hijos y convertir los incrédulos a la prudencia de los justos y preparar al Señor un pueblo
perfectamente dispuesto como dijo el profeta Malaquías cuatro siglos antes: “el Mesías tendrá un precursor al que se le tomaría por Elías”.
Todo se iría a cumplir en tres promesas
escalonadas: un hijo, un profeta y un precursor. No era la primera vez que Dios
enviaba un mensajero a su pueblo pues Abraham, Isaac, Jacob, todos los grandes antepasados
y los profetas habían sido saludados por Ángeles.
Zacarías después de escuchar con cansada atención,
incorporó su enjuta figura “¿En qué
conoceré esto? Porque entrambos
somos avanzados en años.
El aparecido dijo: "Yo soy Gabriel el que asiste ante el trono de Dios. Yo he sido enviado a hablarte y anunciarte estas buenas nuevas. Mas porque no diste fe a mis palabras, las cuales se cumplirán a su tiempo, he aquí que tú quedarás mudo y no podrás hablar hasta el día en que todo esto se verificará".
El aparecido dijo: "Yo soy Gabriel el que asiste ante el trono de Dios. Yo he sido enviado a hablarte y anunciarte estas buenas nuevas. Mas porque no diste fe a mis palabras, las cuales se cumplirán a su tiempo, he aquí que tú quedarás mudo y no podrás hablar hasta el día en que todo esto se verificará".
El pueblo afuera esperaba a Zacarías, ya
que nunca se podía quedar nadie tanto tiempo en el lugar santo. Esta
espera al través de un sueño de siglos hallaba
a esta raza con los ojos despiertos. La impaciencia aumentaba por momentos, más
cuando Zacarías compareció con el rostro encarnado, deslumbrado como si llevara el
sol en sus ojos y rodeado por los demás sacerdotes de turno conforme al rito, él
no extendió los brazos ni pronunció sobre el pueblo la hermosa bendición en uso desde los tiempos
de Aarón.
Todos los arrebatos de júbilos de los
profetas querían venir a sus labios, como a una desembocadura para verterse sobre ese turbado pueblo. Este momento de
mudez de Zacarías cancelaba la Antigua Alianza, ante la Nueva Alianza que las
palabras del Ángel acababan de inaugurar.
Las trompetas sacerdotales resonaron, por fin con alegres sones. Los levitas entonaron el Salmo del día y la música de numerosos instrumentos subrayaron
los cadenciosos versículos.
Todo se cumpliría no precisamente por los hombres
pero tampoco sin ellos Días después el misterio de Zacarías habría
concluido. Su retorno a la casita de Ain Karim o "fuente del viñedo", en las montañas del sur, el anciano sacerdote aún con la lengua trabada
acompañaba a Isabel embarazada y oculta durante cinco meses.
La ciudad Santa, también ella cercada por almenas y filas de sombríos
cipreses, se encerraba con su buena nueva, segura ahora de ser un día la
verdadera tierra natal de todos los hijos de Dios.
Cuando los hombres están preparados desencadenan
una guerra; cuando Dios está dispuesto rubrica
la paz.
Bibliografía:
Biblia de Jerusalem
Jose Alzzin: "Jesús de Nazareth"
Bibliografía:
Biblia de Jerusalem
Jose Alzzin: "Jesús de Nazareth"
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